La factura que nadie ve: demandas internacionales y costos para todos
El presidente del Consejo de Ministros, Ernesto Álvarez, ha advertido que el proyecto minero Conga, en Cajamarca, está siendo explotado parcialmente por mineros ilegales. Y que lo mismo estaría pasando con otros proyectos. Tal como pasó en Tambogrande años atrás. Comunidades, ONG, agencias de comunicación y personajes políticos impiden la minería formal y callan cuando opera la ilegal. Y a esto hay que sumarle la reciente nueva ampliación del Reinfo.
En los últimos años, algunas decisiones del Estado peruano, amparadas en argumentos de defensa ambiental o soberanía nacional, han sido celebradas como triunfos populares. Se han paralizado proyectos mineros, limitado concesiones energéticas o portuarias, y revocado permisos otorgados, bajo una narrativa de protección de comunidades o ecosistemas. Pero estos actos, que pueden tener respaldo mediático o político momentáneo, vienen generando consecuencias silenciosas pero costosas para el país: un aumento sostenido en las demandas internacionales de arbitraje contra el Perú.
El Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi) registra ya más de una veintena de casos activos contra el Estado peruano. Cada uno de estos procesos tiene algo en común: inversionistas que, tras agotar las instancias locales, acuden al arbitraje internacional amparados en tratados de protección recíproca de inversiones. ¿El resultado? Indemnizaciones millonarias que, al final, pagamos todos los peruanos.
El caso de Bear Creek es emblemático. La revocación de su concesión en Puno, tras presiones sociales, terminó costándole al Perú más de US$ 30 millones en compensaciones. Más recientemente, Lupaka Gold, una empresa canadiense, ganó un arbitraje por unos US$ 67 millones, luego de que su proyecto Invicta fuera paralizado indefinidamente, debido a la inacción del Estado para garantizar condiciones mínimas de seguridad y acceso, frente a bloqueos sociales prolongados.
Este último caso sienta un precedente peligroso: la responsabilidad del Estado no solo por decisiones arbitrarias, sino también por omisiones en el control de conflictos. La lógica es clara: si un país no ofrece garantías básicas para operar, como acceso físico o seguridad jurídica, entonces está incumpliendo sus obligaciones internacionales. Y las consecuencias no son abstractas.
Cada laudo arbitral adverso implica el uso de recursos públicos que podrían destinarse a salud, educación o infraestructura. Se trata, en el fondo, de una pérdida de credibilidad que encarece el costo del capital, desalienta nuevas inversiones y perpetúa la desconfianza institucional.
La solución no está en desconocer nuestros compromisos internacionales ni en caer en el discurso fácil del "arbitraje contra el pueblo". Lo que necesitamos es una política de inversiones coherente, que combine sostenibilidad con seguridad jurídica. Defender el interés nacional no es oponerse a la inversión, sino garantizar que esta se desarrolle con reglas claras y predecibles.