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EL CIUDADANO COMO CENTRO DEL SERVICIO PÚBLICO

Por Jaime Dupuy / Publicado en Diciembre 20, 2024 / Semanario 1238 - Editorial

Todo aquel que trabaja en el Estado es un servidor público y, como tal, presta un servicio público; es decir, se debe a la población. Todo su accionar debe estar en función de cómo mejorar la vida de la población, la cual, a su vez, financia su sueldo. 

Como bien decía Margaret Thatcher: “No olvidemos nunca esta verdad fundamental: el Estado no tiene más dinero que el dinero que las personas ganan por sí mismas y para sí mismas. (…). No hay ‘dinero público’, solo hay dinero de los contribuyentes”. 

Si esto es así, todo aquello que sirva para simplificar o fundamentar procedimientos y regulaciones, como los mecanismos de análisis de calidad regulatoria y análisis de impacto regulatorio, debieran ser exigidos con rigurosidad a cada servidor público en todo nivel de Gobierno. No cumplir con ello es ir en contra del servicio público y, por ende, debería ser pasible de sanciones o expulsión del servicio público. 

Y no estamos hablando de mecanismos solo para “regular mejor”, sino para hacerlo correctamente y únicamente si se demuestra de forma clara su necesidad. Ante la duda sobre si se necesita la regulación, se deberá optar por no regular. La desregulación debiera ser, sin duda, parte importante de esta mejora. 

Existe abundante evidencia sobre el efecto económico de la regulación en las decisiones de inversión e innovación de las empresas. Pero la responsabilidad no recae solo en los servidores públicos, es el mismo sector empresarial el que debe deslindar y repudiar toda aquella práctica mercantilista o de captura regulatoria que termina siempre cerrando mercado y afectando la libre competencia, en contra de las libertades económicas y el beneficio de la población. 

Muchos casos lo evidencian: controles de precios (directos y encubiertos); prohibición de transgénicos; restricciones  a la venta de medicamentos; trámites y procedimientos ineficaces que no permiten que la población cuente oportunamente con documentos tan importantes, como los pasaportes; procedimientos sin sustento que generan cargas económicas evitables a los negocios, como la renovación periódica de los certificados ITSE; exigencias que terminan impactando en el comercio e importación de productos, como las recientes disposiciones sobre etiquetado; regulaciones que terminan habilitando economías ilegales, como el Reinfo; etc. 

Nos estamos acostumbrando a la sobrerregulación y la mala regulación, y eso no está bien. No debemos normalizar esta situación. Es mucho lo que falta hacer desde el Ejecutivo, donde ya es obligatorio aplicar la mejora regulatoria. Y es positivo que ahora se sume el Congreso. Si bien desde hace poco más de un año se creó una Oficina de Calidad Legislativa, recientemente se ha relanzado con el impulso del congresista Alejandro Cavero y su equipo. 

Esta oficina tiene el muy importante rol de buscar asegurar que las iniciativas legislativas cuenten con estándares mínimos de mejora regulatoria y que se cumpla lo dispuesto en el Reglamento del Congreso, en cuanto a la necesidad de desarrollar análisis costo-beneficio. 

Hace unos días, la oficina organizó un evento donde se presentó formalmente una Guía para la Aplicación del Análisis Costo-Beneficio en los proyectos de ley y dictámenes, así como un Índice de Calidad Legislativa que permitirá analizar la producción legislativa, así como hacer el seguimiento de esta e identificar oportunidades de mejora en cuanto a la inclusión de estándares de mejora regulatoria. 

Esperamos que esta oficina agarre tracción y nos permita contar con mejores leyes, más reflexivas y consultadas, sustentadas en evidencia, que efectivamente respondan a problemas públicos bien identificados. Y que, además, sean efectivas y fáciles de cumplir. Finalmente, dependerá de nosotros, la población, cuestionar cuando ello no suceda. 

La pasividad no es más una alternativa. 

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